Quiero Acabar Contigo: introducción

Iker

Llevo un rato mirándola de reojo y no puedo creer que sea ella. Está muy distinta a cómo la recordaba, pero es Gata, sin duda. Siempre he pensado que algún día me la encontraría de nuevo, pero ahora que ha pasado, no sé qué hacer.

Si me acerco, me voy a arrepentir. Y si no lo hago, también.

Joder.

Trato de excusarme con Marla, la chica que ha venido a saludarme hace un rato, pero ella pone cara de disgusto en cuanto insinúo que debo irme y empieza a coquetear tocándome el brazo sin el más mínimo disimulo. Está confiando en que me lo piense mejor. Y debería hacerlo.

—¿Sabes que nunca había conocido un arquitecto? —comenta con voz melosa, mientras sus ojos hacen un barrido a mi aspecto y no dejan duda de que le gusta lo que ve—. Me encantaría que me enseñases algo que hayas construido. ¿A lo mejor tienes alguna maqueta en tu casa? 

Sería más fácil irme con ella y olvidarme de que la he visto. Han pasado nueve años. Debería ser capaz de ignorar que Gata está ahí sentada, sola en la barra del bar, ajena a mis ojos que no pueden apartarse de ella. La observo retocándose el pintalabios y no puedo evitar fijarme en un tío que no deja de mirarla tres taburetes más allá. El muy inconsciente está sumando valor. Le va a hacer falta para enfrentarse a ella. 

Jamás lo reconocería, pero llevo años confiando en verla de nuevo, sin atreverme a ir a buscarla. Y ahora que la tengo tan cerca recuerdo por qué. Nunca he sabido resistirme a su magnetismo. Para mí, ella es una especie de circe y su imán nunca pierde fuerza. Tan solo la distancia logra amortiguar su poder de atracción. Por eso tuve que irme tan lejos. Y quizás hoy debería mantenerme alejado también, pero soy incapaz.

Cuando logro despedirme de Marla, voy directo a la barra. El camarero está sirviéndole una copa de vino. Al acercarme, me recoloco el cuello de la camisa, carraspeo y, en un acto de soberbia —que me permito porque suele funcionarme—, pongo una mano en la parte baja de su espalda, por encima de la tela sedosa de su vestido. Me extraña descubrir que ya no tiene su olor de siempre. Ahora su perfume es distinto. De mujer.  Supongo que muchas cosas han cambiado en nueve años.

—¿A quién vas a lanzar esa copa a la cara esta noche?

No se gira para mirarme, pero no parece hacerle falta para reconocerme.

—Al primer idiota que se le ocurra ponerme una mano encima sin permiso. Aunque pensaba que me iba a dar tiempo a probarla antes.

Aparto la mano y no puedo evitar que me haga gracia lo que acaba de decir. Suele ser buena señal que una chica me sonría en un bar, pero no me pasa mucho al revés. Punto para ella. 

Da media vuelta a su taburete, pero no se levanta.

—Iker Igualde —me saluda, sin el más mínimo signo de afección.

Su melena, que antes era larga y salvaje, ahora le llega apenas a los hombros, pero sigue llevándola ladeada, cubriendo parte de su rostro y de esa cicatriz sobre su ceja que tanto me gustaba en ella. Está distinta, quizás más rubia, más sensual… más jodidamente sexi. Yo no logro ocultar mi sonrisa al volver a ver su cara de nuevo, pero sus ojos solo arrojan desprecio de vuelta. 

—Veo que te has liberado de la secta satánica de cabezas rapadas —apunta con la vista fija en mi pelo. 

Hace tiempo cambié la cazadora de cuero por un traje a medida y un peluquero me corta el pelo con tijera, no con máquina. Reconozco que me duele en el orgullo que me recuerde ese tiempo. 

—Tú tampoco estás nada mal —le devuelvo el piropo, aunque estoy bastante seguro de que el suyo no lo ha sido en realidad—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos —me atrevo a decir. Por un segundo, siento un nudo en mi estómago al recordarlo. No nos vemos desde Londres. 

—Y si me dejas en paz, pasará aún más.

—Los años han suavizado tu carácter. 

—Qué bonito que me recuerdes por mi mal genio.

—Me acuerdo de ti por muchas cosas, Peach. 

—Entonces no te habrás olvidado de que fuiste un idiota —remata. 

El camarero se acerca a preguntar qué quiero tomar y pido lo mismo que ella. Supongo que está enfadada aún, pero ha pasado mucho tiempo. Nada de aquello parece tener sentido o importancia ya. Mientras me sirven la copa que he pedido, intento pensar cómo responder a su ataque sin que se cabree más. 

—Solo fue un beso. ¿No fuiste tú quien dijo eso una vez?

—No sé de qué me hablas. Si me disculpas… —Se levanta de su silla con intención de irse. 

Es imposible que no se acuerde. No estaría tan enfadada si no lo recordara. Dejo un billete en la barra para pagar las bebidas antes de seguirla. Me pongo frente a ella para cortar su paso.

—Creo que sabes a qué me refiero. 

—Lo siento, pero no. 

—Puedo refrescarte la memoria —bromeo, acercándome a ella con una sonrisa que confío en que ablande su coraza. 

Deja su copa en la barra y por un segundo me mira de arriba abajo.

¿Quiere jugar? Eso es bueno.

—Está bien. ¿Por qué no? —acepta y se aproxima a mí. 

Quizás ya no masca chicle como solía hacer, pero su actitud altanera sigue siendo la misma. Incluso abre la boca, provocándome. 

—Si llego a saber que tenías ganas de jugar, te hubiera buscado antes. —Pongo un mechón de pelo detrás de su oreja.

Sigue ahí, la cicatriz en su ceja que me recuerda lo peligrosa que es. Esa marca me obsesionó durante años. Mis dedos bajan por su cuello desnudo hasta agarrar su nuca y la atraigo hacia mí. Con mi otra mano rodeo su cintura. Su vestido de seda está pidiendo que alguien lo toque y yo no me voy a negar. Mi pulgar se recrea en el tacto mientras la miro, comprobando si está tendiéndome una trampa. Cierra los párpados en respuesta y acerco mi labios a los suyos. 

—Peach… —susurro rozando su boca con la mía, pero ella se aparta un poco e interpone un dedo entre nosotros.

—No, no me suena. Debió ser un beso poco memorable. —Se aparta y yo resoplo de pura frustración. Mis dedos la echan de menos al instante.

—Esto es nuevo. ¿Ahora eres una mentirosa? 

—He cambiado mucho, supongo. Aunque tú sigues siendo igual de idiota. —Sin darme tiempo a reaccionar, agarra la bebida que acaban de servirme y me la vacía en la cara—. Gracias por la invitación, pero yo bebo sola. 

Y sin más, se despide. Incluso con el vino empapando mi traje, no puedo evitar que mis ojos la sigan mientras se aleja y ver como el maldito Borja Beher la espera con los brazos abiertos. 

Tenía que irse precisamente con él.

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