Un ‘meet-cute’ para Lucila: primer capítulo

FEMENISTA ROMÁNTICA NECESITA TERAPIA

Hola, me llamo Lucila, tengo 28 años, soy una mujer independiente, comprometida con la causa feminista y creo con todo mi ser en las historias de amor".

“Hola, Lucila”. 

Así me imagino que será mi introducción en el grupo de terapia para adictas a novelas románticas. Tenemos que ser muchas. No puedo ser yo la única que está manteniendo económicamente con mi sueldo precario a mis autores favoritos.

¿Y por qué necesito terapia, preguntas? Precisamente por culpa de esas historias de amor. 

Desde que tengo uso de razón, mi mayor afición ha sido ver películas románticas. Empecé con los clásicos: Pretty Woman, Dirty Dancing… pasé por las reinas de la comedia romántica: Drew Barrymore, Jennifer Aniston… —con mención especial a Bridget Jones— y cuando tuve en mis manos el primer libro con una historia de amor —¡Oh, Nora Roberts, cuánto cambiaste mi vida sin saberlo!—, me enamoré de mis primeros novios de palabras. 

Rebobinemos un poco para adelante a mi situación actual. Es jueves, 22 de diciembre. Son las 8:27 de la mañana, y aún no me lo puedo creer, pero Hugo Vernard está en mi cama. 

Esto, te lo aseguro, no es una historia de amor de esas que tanto me gustan.

Yo, Lucila Mendoza, a la que solo le pasan cosas así en los libros y en su imaginación, he tenido la mejor noche de sexo de toda mi vida. Altamente inesperada. Tengo ganas de dar grititos de emoción, pero aún no quiero despertar a Hugo.

Repito en mi cabeza todo lo que pasó anoche. La fiesta de empresa se nos fue de las manos. ¡Nos lo pasamos tan bien! Como una adolescente enamorada, me sonrío acordándome de algunas de las cosas que nos dijimos.

Hugo y yo somos como niños, siempre metiéndonos el uno con el otro. Es nuestra naturaleza de comunicación. 

No sé exactamente cuándo pasó, pero algo ha cambiado entre nosotros. El azar nos quiso sentar anoche juntos en la mesa de la cena de Navidad de nuestra empresa. Según mi teoría del mundo romántico, podría haber sido la serendipia… pero también un destino cruel. 

Como en las películas, cuando nuestras rodillas chocaron por debajo de la mesa, ninguno de los dos nos apartamos. Fue un simple roce, sin importancia, pero los dos teníamos motivos para habernos separado. 

Siendo sincera, yo nunca creí que algo así iba a pasar. Estaba convencida de que solo me estaba imaginando cosas, como siempre. 

A las películas que yo me monto en mi cabeza, mi madre las llama los “cuentos de Lu”. Así, por cierto, solo me llaman mi familia y Álex —de Alexandra—. Ella es mi jefa, mi mejor amiga y probablemente sería el gran amor de mi vida si yo pudiera ser lesbiana como ella. Desgraciadamente para mí, me gustan demasiado los penes.

No, yo no tengo ninguna duda —ni una pequeña— sobre mi orientación sexual. Mi primer amor fue con un niño de la guardería, con solo cuatro añitos. A esa edad sufrí mi primer corazón roto. 

Además de una imaginación con tendencias románticas, tengo muy mala suerte en el amor. Has leído ese “muy”, ¿no? Por si acaso lo repito. Muy MUY. 

Desde pequeña me he imaginado tantas historias imposibles que sería difícil poner un número. Creo que por eso me encanta leer, escribir y soñar despierta con mis novios literarios. 

Mi último gran amor fue mi profesor de posgrado. Era mayor que yo, pero no viejo. Me volvía loca su personalidad un poco arrogante. Era tan inteligente y tan rápido con la palabra que yo inventaba conversaciones interesantísimas con él. En la vida real, para él yo ni existía. En mi corazón, éramos el uno para el otro. Un año después de acabar las clases no he vuelto a saber más de él, así que supongo que solo yo me imaginé nuestro amor. Sí, como hago siempre.

Mi mente, por desgracia, es adicta al amor imposible. Como diría la Vecina Rubia, “yo me hago ilusiones”, pero en lugar de quedarme preciosas, las mías parecen un mal proyecto DIY. De novios soñados y escritos tengo una colección, pero con chicos reales, me siento como una becaria en la empresa del amor. Cero experiencia, aunque me esfuerzo como nadie. 

Así que cuando Hugo —el que está en mi cama, sí— me escribe un post-it con un “Niña pija, ¿tomamos un café cuando vuelvas?”, yo no puedo evitar vernos envejeciendo juntos. Siempre desde la consciencia de que mis fantasías nunca se hacen realidad. 

Sin embargo, desde el verano hemos empezado a acercarnos, gracias a nuestras ganas de hacernos bromas. Hasta ahora yo creía que somos algo parecido a amigos, aunque después de anoche ya no sé qué pensar. 

Todo esto empezó un mediodía cuando él se dejó el ordenador sin bloquear y yo decidí ponerle un fondo de pantalla lleno de imágenes animadas de gatitos, justo antes de una reunión. Sabía que, como consultor serio que es, le dolería. Touché.

“Si estás buscando guerra, la vas a encontrar niña pija”, me advirtió por mensaje. Esa misma tarde, al volver del baño, alguien había enfocado la salida del aire acondicionado hacia mi silla. 

Le pillé porque se partió de risa en cuanto saqué la chaqueta de lana que guardo siempre en mi cajón. Fue entonces cuando empezó a sonar la banda sonora de Frozen en su altavoz. Enseguida leí su mensaje en el chat de la empresa.

Hugo: Pareces una viejecita con esa chaqueta. 

Ahí, justo en ese día, entramos en un camino muy peligroso.

Lucila: Eres un capullo. He escrito a Edu de mantenimiento. Hasta mañana no pueden mover la rendija. Si pillo un constipado por tu culpa, espero que tomes solo tu café cada día que yo esté de baja. 

Hugo: No. Llamaría a tu puerta para que bajases y tomases el café conmigo. 

Lucila: No te abriría. 

Hugo: Si eres amable y me traes un café, te cambio de nuevo la rendija.

Lucila: No puedo moverme. Soy un cubito de hielo. Por tu culpa estoy en el reino helado de Arendelle. Tráeme tú el café. 

Hugo: No puedo. Por TU culpa el cliente piensa que soy rarito y me van los gatitos de salvapantallas. Me ha pedido mil cambios y voy fatal de tiempo. 

Lucila: ¿Sabes que podrías dejar el fondo así y crearías fama en el mundo de la consultoría? Podría ser nuestra nueva imagen corporativa. ¿Debería comentárselo a los diseñadores?

Hugo: Dedícate a las letras y deja el arte para los expertos, peligrosa.

Lucila: Me rindo. Te traigo un café, pero por favor devuélveme mi microclima tropical. ¡Brrrr!

Hugo: Claro, reina del hielo. 😉

Lo reconozco, me encanta ver su sonrisa pícara mientras teclea. ¡Es tan divertido y excitante! Pero con 28 años y demasiadas desilusiones a mis espaldas, ya he aprendido a aceptar que mis “cuentos de Lu” no pasan nunca de ser eso: cuentos. 

Por eso hasta anoche pensaba que éramos dos colegas de trabajo que se llevaban bien. Nada más.

Aunque después de los chats, pasamos a mensajes de teléfono, correos electrónicos, —que espero que Recursos Humanos y el Departamento de Informática nunca lean— redes sociales… Cualquier excusa es buena para seguir hablando. Llevamos seis meses de conversaciones online y muchos cafés que nos han convertido en el Zipi y Zape de la oficina. 

Hay tantos momentos que a mí me parecen sacados de mis libros y mis historias de amor en ese maldito chat…

Hugo: Mañana tenemos reunión en Mordor

Lucila: ¡Puaj! ¿Cómo vamos? 

Hugo: Puedes venir en mi moto. 

Lucila: No, gracias. Mi padre me mata si me subo en una moto. Y a ti después por proponérmelo. 

Hugo: ¿Ves? Por estas cosas eres mi peligrosa favorita.  

Lucila: ¡Serás capullo! Alquila un coche. Lo pasamos como gasto. 

Hugo: ¿Conduces tú? Peligro. 

Lucila: Puedo ser copiloto. Aporto lista de canciones exclusiva para la ruta y chucherías. 

Hugo: ¿Algún día me pasarás tus listas de canciones, DJ Niña Pija? 

Lucila: Jamás. Te espero en mi casa a las nueve.

Hugo: Te aviso cuando esté de camino, pero no prometo abrirte la puerta si no me pasas tu lista de canciones antes de entrar. 😉

¿He mencionado ya un pequeño —insignificante, nimio, poco trascendental— detalle? Hugo tiene novia. Pareja formal. Hasta viven juntos. Sí, tengo que apartarme de él. Lo sé. 

Como apasionada del amor, tengo una cosa clara: nunca una relación preciosa sale de meterse en una pareja. No, yo no quiero ser su amante. Yo vivo soñando con mi gran historia de amor. Si tengo un calentón, tengo mis libros y mi Satisfyer. No necesito más. 

Porque yo soy ante todo una mujer independiente y, aunque he crecido obsesionándome con las mejores escenas de Pretty Woman, hoy puedo apreciar lo rancio de una historia de amor con un putero. Y sí, a lo mejor sigo teniendo un complejo de Cenicienta de manual, pero al menos, ahora soy consciente de ello.  

Aunque a la vez yo soy Lucila Mendoza; la que un día fue una niña gordita y hoy suma años y desamores. Era imposible creer ni por un segundo que Hugo se fijase en mí. Siendo realistas, él es el consultor más sexi de nuestra oficina. Viste trajes modernos con corbatas finas. ¡Tiene un estilazo!  

Claramente, yo tengo tendencia a enamorarme del chico guapo. En el instituto estuve tres años colgada de Sergio. Él era un año mayor que yo. ¡Era tan divertido y canalla! Caminábamos juntos cuando coincidíamos de camino a clase. Sí, lo has adivinado: yo lo esperaba cada día para “coincidir”. 

Me encantaba todo de él. Sus ojazos azules, su media sonrisa cuando hacía trastadas, su corte de pelo que hoy sería ridículo, hasta me gustaba cómo me ignoraba cuando estaba con sus amigos. ¡Y qué bonitas eran las mariposas que sentía cuando le veía de lejos y él ni me miraba…! 

En fin, tres años lo estuve soñando, puede que más. Mil noches imaginando en mi cama conversaciones con él que nunca tuvieron lugar. Hasta que un día, sin más, me enteré de me había llamado gorda y fea —el muy imbécil.  

Nuestras conversaciones en mi cabeza acabaron en ese momento, pero empezó mi viaje personal de coquetería y venganza. O de compensación de baja autoestima, no sé. 

Algún día me iba a encontrar con el cretino de Sergio por la calle y ese día iba a llevar mi mejor maquillaje, pelo, uñas, un conjunto ideal y mi cuerpazo actual.  

Y no, no es que ahora sea una modelo, pero soy objetivamente mona. Me ayuda llevar lentillas y no gafas de culo de botella. Además, yo como más vegetales que muchos veganos y voy al gimnasio dos veces en semana, sin excepción. Con mis 62.5 kilos —ni un gramo más— y mi metro sesenta y tres, yo tengo chichas, pero como dicen las abuelas, están bien repartidas.   

El día que me cruce con Sergio por la calle mi venganza será ignorarlo. Vivo soñando con ese momento. Siento que Lola Índigo ha escrito "La niña de la escuela" para nuestro gran reencuentro.  

Sergio es el motivo por el que no puedo bajar a comprar el pan sin maquillaje. Bueno, él y las historias de amor de mi cabeza. Después de leer cientos de novelas y aún más películas románticas, soy una experta en la materia. Sé que cualquier día puede pasar: voy a tener mi meet-cute. Ese encuentro mágico en el que conoceré al hombre de mi vida.  

¿El problema? Nadie te avisa de cuándo va a pasar, así que siempre tienes que estar preparada. 

Sé que no es lo normal. Tener mi edad y vivir soñando con un meet-cute es hasta ridículo, pero yo siempre he sido así. Hasta mi ADN vive enamorado del amor. Para sobrevivir, yo respiro oxígeno y romance. 

Puede que ahora trabaje en una consultora seria, pero en mi interior sigo siendo la niña fantasiosa que creció viendo películas de Disney. Al menos, ahora me dejan llevar tacones.  

Volviendo a Hugo: de verdad, yo siempre pensé que estaba todo en mi cabeza, igual que con Sergio o con todos mis otros amores imposibles. 

Anoche en el bar, cuando Hugo y yo fuimos a coger unas cervezas y nos alejamos de nuestro grupo de empresa, nada parecía fuera de lo normal. Llevábamos horas bailando y charlando con todos. Necesitábamos un descanso, solo eso. 

—Estás muy guapa hoy, niña pija. ¿No te has arreglado demasiado para una fiesta con esta gente? —preguntó señalando a nuestros colegas. 

Nuestros compañeros de empresa son una mezcla variopinta de personas que, en su mayoría, no saben cómo vestirse cuando les quitan el traje. Yo, sin embargo, había invertido horas buscando el vestido perfecto. Coqueto y sexi sin ser vulgar; arreglado, pero moderno; barato, sí, pero parecía caro. Encontré en un outlet de Zara mi vestido de película romántica. Supongo que mi hada madrina fue la dependienta que encontró mi talla en el almacén.

—Yo siempre voy muy bien vestida, por si no te has fijado aún, capullo —respondí mientras esperábamos nuestras bebidas en la barra—. ¿Me pones una pajita, por favor? —añadí mirando al camarero. 

Ese es nuestro juego. Nunca nos llamamos por el nombre. Las parejas se llaman “churri” o "cari" (yo nunca escogería esos motes, por cierto). Nosotros no estamos juntos, pero yo soy su “niña pija” y su “peligrosa”, mientras que él, para mí, es a veces mi “capullo” y otras mi “caballero”. Eso último, menos veces.

En mis delirios de amor unilateral me pregunto si algún día le explicaremos a nuestros nietos nuestros apodos. 

Volviendo a la discoteca, había mucha gente en la barra y el camarero que ponía las bebidas no me oyó cuando pedí una pajita. Me pasa a menudo. Mi tono de voz es un poco más agudo de lo normal y a veces queda silenciado cuando hay mucho ruido.  

—¿No la has oído? ¡Que te ha pedido una pajita! —le reclamó Hugo muy serio. 

—No, perdona —respondió el camarero yendo a buscar una caña para mí. 

—Además de ser un capullo, ¿también eres un borde ahora? —bromeé conteniendo una sonrisa. 

Metí la caña dentro del botellín de cerveza mientras Hugo pagaba en la barra. Tras eso, nos alejamos un poco. Había un hueco justo al lado de una columna donde una repisa hacía las veces de mesita para apoyar nuestras bebidas. 

—¿Quién se bebe una cerveza con caña, niña pija? Tiene que saber fatal. 

Tomé un buen sorbo y le aclaré mi razonamiento.   

—Me acabo de retocar el pintalabios. Las que estamos solteras tenemos que hacer esta clase de sacrificios, ¿sabes? ¿Te acuerdas de ese tiempo en el que tenías que ligar o ya te falla la memoria? Por cierto, ¿cuánto te debo?  

—Tranquila, yo te invito. 

 —No hace falta. Tengo un sueldo, ¿sabes? Y vivo en el siglo XXI. No necesito que nadie me pague las cervezas, capullo.

—Con lo peligrosa que tú eres, seguro que ya vives en el siguiente siglo, pero yo soy un caballero.  

Sonreí, porque esa palabra tiene un efecto peligroso sobre una romántica como yo. Quiero ser feminista, sí, pero a veces me gusta que un gentleman me abra la puerta. Que me denuncien. 

—¿Sabes qué? Esta noche Isabel no está en casa —me dijo al oído para que le oyera por encima del ruido del local y aprovechó ese movimiento para dejar su cerveza en la repisa detrás de mí. 

—¿Dónde está? ¿Tenía también la fiesta de empresa? 

—No, se fue hace unos días. Lo estamos dejando. No estamos bien. 

No respondí, solo lo miré, hice un gesto de pena para que supiera que lo sentía y le dejé hablar. Mentiría si dijera que me alegré. Ante todo, él es mi compañero. No lo puedo considerar realmente mi amigo porque nunca nos hemos visto fuera del trabajo, pero lo aprecio. 

En las películas de Jennifer Aniston, ella no se enamora del chico que acaba de dejar a su novia formal. Si a Jen no le pasa, tampoco me va a pasar a mí, ¿verdad? 

Y esas fueron mis últimas palabras. 

¿Quieres seguir leyendo la historia de Lucila? No te pierdas Un meet-cute para Lucila en Amazon.

Previous
Previous

Quiero Acabar Contigo: introducción