Contra Las Normas: primer capítulo
Un mal día para conocerme
Sábado, 4 de diciembre
¡Un pijama! Eso me ha dicho que llevo puesto. Tendrá narices.
Llevo solamente dos minutos hablando con este chaval y ya tengo tres cosas claras:
1. Es un imbécil.
2. Él no lo sabe.
3. Ha elegido un mal día para cruzarse conmigo.
¿Por qué estoy perdiendo el tiempo con él? Buena pregunta. La culpa la tiene una maldita carta. Sí, en plena era de Whatsapp, Instagram, TikTok y demás, aún no nos libramos de ellas.
Por lo visto, el cartero de mi nuevo barrio tiene dislexia buzonil (sí, eso me lo he inventado). El caso, es que siempre acabo con correo que no es mío. Me mudé aquí hace solo tres semanas y es la quinta vez que tengo que devolverle sus cartas a otro vecino.
Esta mañana, por supuesto, mi cartero favorito ha dejado otra carta equivocada en mi buzón. Hoy es un sobre naranja, bastante grande, para el 8C, a nombre de Luque Gil. Mi piso es el 8B, así que me toca de nuevo hacer de cartera. Santa paciencia...
Mi plan era dejar este sobre en el buzón correspondiente, pero me he olvidado de hacerlo al subir del bar. Faltaban solo cinco minutos para empezar una reunión online con mi jefe cuando he escuchado el ruido de muebles moviéndose en el piso de al lado.
El 8C.
Si quería ser capaz de escuchar algo en mi videollamada, tenía que ir a pedir que parasen de hacer tanto ruido. De paso, he decidido llevar la carta conmigo.
Antes de salir de casa, como siempre, me he querido mirar al espejo... pero no he comprado uno aún. Tengo la manía de comprobar que estoy bien antes de enfrentarme al mundo exterior. La culpa la tiene mi melena extremadamente rebelde. Yo me rehago el moño unas veinte veces al día y, aún así, mi pelo indomable siempre se escapa.
A falta de espejo, he deducido que mi imagen es lamentable, sin necesidad de pruebas gráficas. Puedo imaginar que llevo una melena propia de una sintecho, ojeras marcadas a fuego, venas rojas donde debería estar lo blanco del ojo... ¿La verdad? No tengo energías para conseguir que todo eso me preocupe con la mañana que llevo.
Cuando me he dirigido a la puerta del 8C, nunca me hubiera imaginado la conversación tan surrealista que me esperaba. Especialmente, viniendo de un chaval de una inmobiliaria.
Al llegar, lo primero que he visto es el cartel de ‘Se Vende’ por encima de la mirilla. “Por favor, Señor, no permitas que se mude una familia modelo a mi lado”, he pensado para mí misma antes de tocar el timbre.
Nadie ha respondido a mi llamada, pero como la puerta estaba entreabierta y tenía prisa por llegar a mi reunión, he decidido pasar.
Al entrar, el piso me ha olido a cerrado y a humedad, a pesar de que las ventanas estaban abiertas. El tufo me ha revuelto el estómago. En el salón hay mucha luz y las ventanas están abiertas, pero una estantería de madera de roble ocupa toda una pared y hace parecer oscuro el espacio. Los suelos rugosos de cerámica me dan frío solo de verlos.
La casa tiene la decoración propia de una mujer que ha vivido demasiado tiempo sola y ha acumulado demasiados recuerdos. Hace dos semanas que la señora Gloria, la dueña de este piso, murió. Yo solo la conocí el día que vino a darme la bienvenida al edificio. Me contó que no tenía familia aquí; solo un hermano que vive en Nueva York.
Me pregunto si algún día él vendrá a recoger sus pertenencias. Es tan triste pensar que todos sus recuerdos están ahora en manos de una inmobiliaria.
Inevitablemente, me hace plantearme mi vida... ¿Acabaré yo así?
Al llegar al salón, en lugar de la señora Gloria con su elegante permanente de color crema, me he encontrado con un niñato con traje moviendo sus muebles. Su corbata verde es del mismo color que sus ojos... y también del color corporativo de la inmobiliaria que vende el piso.
—Hola. ¿Eres Luque Gil? —le he preguntado, mientras sostenía el sobre en mis manos. No he podido evitar fijarme en el tocador antiguo que está moviendo.
Este apartamento es mucho más grande que el mío y tiene el doble de ventanas. La agente inmobiliaria que me enseñó mi estudio hace un mes me aseguró que es tan pequeño porque es la mitad de este otro piso. Claramente, quien hizo el reparto no entendía lo que un 50% significa.
—No, bonita, se pronuncia Luke. Luke... Hill —me ha corregido el niñato de pronto, con perfecto acento americano, impostando la voz para que le entienda—. Las señoras mayores me llaman Luque y no les digo nada, pero estoy seguro que tú aún puedes pronunciar Luke en inglés.
Por si no lo he dicho aún, tengo 38 jodidos años, no ochenta, y un niñato me acaba de comparar con una anciana. No, hoy no es el día de tocarme las narices. De hecho, probablemente es el PEOR día de la historia para hacerlo.
Este chaval ha empezado jugando con fuego. Además, ¿me ha llamado bonita? ¡Puaj!
Decido sonreír educadamente, pero mis palabras amenazan con ser el principio de mi particular versión de “Un día de furia”.
—Bonito, yo he recibido una carta a nombre de Luque... Gil. —Esa última “g” ha sonado tan forzada que es más bien una “j”. He querido dejarle claro que no es el único que sabe pronunciar.
Me ha quitado el sobre de las manos y ha abierto la carta, sin disculparse. ¡Impertinente! ¿Deberíamos darle las gracias por la lección de inglés completamente injustificada —e innecesaria— y la actitud podrida que tiene? Aparentemente, sí.
Por su aspecto, no me extrañaría que esté acostumbrado a que las mujeres coman de su mano con solo lanzarles una miradita tierna. Es tan evidentemente atractivo que es imposible que él no sepa que lo es. Supongo que ese traje se lo habrán dado en la inmobiliaria, pero definitivamente en él no parece un uniforme.
Sin embargo, ni con un traje puede disimular su juventud. Tiene cara de gamberro. Sus cejas, incluso en reposo, están arqueadas. Es como un chiquillo con ganas de jugar. O como el demonio. No lo tengo muy claro.
Lo siento, pero sus ojos claros no van a tener ningún efecto en mí. Conmigo ha dado con hueso. Odio a su maldita generación. Y en concreto, él me ha caído mal incluso antes de verle. Sí, eso es posible.
La culpa la tiene su olor. ¿Sabes esas personas que viven rodeadas de una nube de perfume que lo envuelve todo? Detesto eso. Parece que quieran invadir el espacio olfativo. Marcar todo lo que les rodea, como una forma de poder. El aroma de Luque o Luke, o como se llame, me revuelve el estómago al mezclarse con el tufo a cerrado del piso.
Me recuerda al instante a otra persona que también vive rodeado de una nube de perfume: mi maldito jefe, al que detesto, pero ahora más que nunca necesito mi trabajo de mierda.
De hecho, no tener que ir al trabajo hoy y no tener que verlo —ni a él ni a nadie— es la única parte buena de mi día.
Hoy me ha tocado trabajar desde casa. Sí, de nuevo. Es la tercera vez que un técnico tiene que venir a comprobar la instalación de mi wifi y, como las dos veces anteriores, llega tarde. Tendré que conectarme a una videollamada usando los datos de mi teléfono. Estamos a día cuatro y ya estoy casi al final de mi cuota mensual... de datos y de paciencia.
—Venía a darte la carta y a decirte que tengo una reunión. No hagas ruido. —Confieso que me ha gustado que eso último haya sonado como una amenaza y no como una petición.
—Pues yo necesito mover muebles. Voy hacer staging al piso.
Inspiro antes de responder. Querría inhalar un poquito de paz mental, pero solo consigo volver a oler como apesta la casa y la mezcla de ese tufo con su perfume y me da hasta angustia.
Staging. Por supuesto. ¿Por qué no decorar, reorganizar el espacio, redistribuir los muebles...? ¡Vamos a decirlo en inglés y que suene más importante, claro que sí! Maldita generación incapaz de decir dos palabras sin soltar una en otro idioma.
El tal Luke —si es que ese es su nombre real, y no un apodo de TikTok— tiene aspecto un poco de guiri, pero su acento es local. Me atrevería a decir que tiene más acento español que yo. Definitivamente, no necesita decir “staging”.
—Tengo una reunión en el piso de al lado. ¿Podrías decorar —he dicho, haciendo una pausa exagerada para poner énfasis en el verbo en nuestro idioma— en silencio?
—Voy a necesitar hacer ruido tarde o temprano — ha respondido.
—Solo necesito una hora.
—¿Cuándo es esa reunión? —ha preguntado.
—Ahora mismo.
—¿Y vas a ir así...? —Con un dedo acusador incluido—. ¿En pijama?
Ahí —justo ahí— ha sido donde mi paciencia ha superado la cuota este mes. El maldito Luque Gil es mi gota que colma el vaso.
Todo este día está siendo una maldita broma de mal gusto. Empezando por la paloma que se ha cagado en mi mano esta mañana (ahora pienso que ojalá hubiera tenido diarrea, pero hubiera acertado en el sobre que me ha traído aquí). Encima, una vecina me ha felicitado porque eso trae buena suerte. ¿Dónde? ¡¿En los metaversos de los que todo el mundo habla últimamente y yo no entiendo?!
Con ella me he callado por respeto a los mayores, pero sintiéndolo mucho este chaval me va a oír.
Sí, he dormido con esta ropa hoy, pero técnicamente es un chándal. Me queda bastante grande porque he perdido mucho peso en las últimas semanas. No sé ni cuánto porque aún no tengo cosas tan básicas como una triste báscula que me amargue (más) el día.
Lo que sí sé es que soy incapaz de comer porque hay una idea que me da arcadas constantes: mi ex me ha dejado por su secretaria. Ella tiene 22 años. Yo —lo recuerdo por si acaso— casi cuarenta. Sí, a mí también me duele que haya sido tan cliché.
Ella es la responsable de que odie a su generación: Susana.
De hecho, hoy iba a ver a mi ex por primera vez desde que me dejó. Él a mí, sí.
Sin embargo, hace apenas dos horas me ha cancelado el plan sin motivo. Eso sí, su chica, la influencer rompehogares, acaba de publicar un vídeo con él en el centro comercial para que lo vean sus 20.000 seguidores. Y él sale saludando. Ma-ra-vi-lla.
Me enferma imaginarme a mi ex como su perrito faldero en los probadores. No me he molestado ni en responder a su mensaje. Más bien he estampado el móvil contra un cojín (sí, porque no me puedo permitir romperlo y quedarme sin internet).
Definitivamente, hoy no necesito que nadie venga a hundirme más. Especialmente, un agente inmobiliario con un ego desmedido al que simplemente he venido a entregarle una JODIDA. CARTA. EQUIVOCADA.
—¡Esto es un chándal! ¡No un pijama! —respondo cogiéndome la tela del pecho y meneándola, como si el movimiento fuera a demostrarle que tengo razón—.
Tú estás moviendo muebles con traje y corbata. ¡¿Acaso eso tiene más sentido para ti?!
Parece entender que no estoy de broma, así que levanta sus manos en son de paz.
—No quiero problemas. ¿Quieres una hora? Perfecto. Empiezo a mover muebles en 59 minutos — se mira el reloj. Por la pinta, solo puede ser falso o caro de narices. Con el sueldo de un agente inmobiliario, supongo que es lo primero.
—No necesito más tiempo. Gracias, Luque —le digo con tono falsamente cordial y reconozco que añado ese nombre al final solo para fastidiarle.
—Luke —insiste—. ¿Y tú eres...?
—No necesitas saberlo. Cuando la casa se venda, no nos veremos más, pero si vas a decorar —insisto en el verbo en español—, deberías saber que ese tocador que has puesto delante de la ventana va a quitarle luz a la habitación. De nada por el consejo gratis, bonito.
Me parece ver que sonríe al escuchar eso, pero antes de que pueda responderme, me giro y vuelvo a mi piso rápidamente. La reunión ya debe haber empezado y no quiero llegar tarde. Necesito ponerme una blusa decente y peinarme un poco antes de ver a mi maldito jefe. Y que conste que no, no lo hago por lo que ha dicho el tal Luque.
Lo que menos esperaba yo entonces es que esa misma noche iba a haber una fiesta en el piso de al lado. Y que mi nuevo amigo Luque iba a ser el anfitrión.
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